Tenemos que confesar que hemos tenido la duda sobre si merece la pena ocuparse de un personaje así o si es mejor dejar que siga desvariando él solito al amparo de quien le da cobertura impunemente. Que haga lo que quiera.
Pero es que hay que tener unas tragaderas así de grandes para no inmutarse por lo que ha sido capaz de despachar el ínclito comentarista político cuando se ha referido a la recientemente dictada sentencia del conocido como juicio del lino. Naturalmente no vamos a entrar en valoraciones jurídicas, en cuestiones que corresponden a los profesionales del derecho. Ahí nos perderíamos, nosotros y él. Utilizar esa sentencia como un ariete para intentar derribar a todo lo que se mueva y que huela a socialista -¿o deberíamos decir rojo, señor Morales?- en plena precampaña podría tener pase viniendo de quien viene, porque de todos es sabido que no ofende quien quiere. Pero hacer demagogia apelando a la memoria de personas que han muerto, nos parece de una catadura moral muy baja y, lo que es mucho peor, insinuar siquiera que el proceso abierto en su día, o mejor dicho, sus impulsores pudieron contribuir a acelerar la muerte de Loyola de Palacio, del Delegado del Gobierno y de la esposa de éste, representa tal barbaridad que no puede dejar indiferentes a las personas normales al margen de las responsabilidades que, a quien así deduce, le pudieran ser exigidas.
Ha sido tal el despropósito, tan desproporcionada la alusión a un tema que se debe quedar solamente en el debate político, que se necesita ser de piedra para no responder aunque sólo sea para intentar que no se rompa la cordura y que se callen los dinamiteros. Se ha pasado ud señor, varios pueblos. Y no podemos considerar eximente que el tal exabrupto no se le haya ocurrido a usted solo, que, en el fondo, está actuando de correa transmisora, de altavoz del vocero menor del reino al que, por lo visto, escucha todas las mañanas. Haría usted bien, además de copiarle sus argumentos, pedirle el teléfono de sus abogados. Por si acaso.