Niño Burbuja se acuerda de los que pasan la ola de frío durmiendo al raso
El negro debía de andar por la treintena, pero es difícil precisar porque solo se le veía la franja de cara que va de las cejas al mentón. Un gorro de lana le protegía la cabeza y el resto del cuerpo lo tapaban varias mantas y un edredón, que colgaban por el respaldo del banco. Ese banco es el de enfrente de mi casa, en el que se sientan las viejas cuando hace bueno.
Así estaba acostado el negro el viernes pasado en el Madrid del sueño olímpico, a las ocho y pico de la noche, con el termómetro rondando el cero. Y así seguía cuando volví, cerca de las doce, con unos pocos grados menos. Me metí en casa y me fui a la cama. Me acordaba del negro de abajo mientras cogía el sueño. Me daba pena. En casa había sitio para él pero pasaría la noche en las maderas del banco. Y lo puedo contar aquí sin que nadie me mire mal.
En este país, no sé en otros, si alguien se desmorra en la carretera, justo delante de ti, tienes la obligación de parar y ayudar al herido en la medida de tus posibilidades. Escaquearse se llama Omisión de socorro y tiene consecuencias penales. Ya escama que lo que debería ser una reacción automática de humanidad tenga que tener su obligación legal, por si acaso.
Ese por si acaso es nuestro comportamiento con la gente que vive en la calle. Lo normal, lo aceptado, es dejar al negro a la intemperie del febrero de Madrid, pasar a su lado y subirte a casa, donde la calefacción también caldea habitaciones vacías. Nadie te considera mala persona por no meter al negro en esa habitación; es más, lo haces y te llaman temerario, loco, imbécil.
Para las pieles más sensibles hay todo un muestrario de cremas que suavizan la sequedad de la mala conciencia: para eso están los servicios sociales, hay albergues, él se lo habrá buscado. Cuando alguien asoma por la ventana pidiendo auxilio porque las llamas le muerden el culo nadie le pregunta si se quedó dormido con el cigarro en la cama ni duda en llamar a los bomberos, al menos.
Salí de casa a las seis y media de la mañana. El negro seguía ahí, sin haber mudado un dedo su posición desde que lo viera por primera vez a las ocho de la tarde (tampoco da el banco para muchas posturas). Pensé que incluso podría estar muerto, pero no estaba el oraje para comprobaciones: apreté hasta el coche porque me dolía la cara del frío, y cuando cogí el volante lo que me dolían eran las manos. El termómetro marcaba 4 o 5 bajo cero, no recuerdo, y hasta que no empezó a tirar la calefacción, metido ya en la M 30, no paré de soplarme los dedos ni de temblar.
Hasta el momento en que he escrito esto [miércoles 15 de febrero, 17:00 horas] no había vuelto a acordarme del negro.
Foto de portada: ragingwire