El amo paró el coche en Juan García y González esquina con Sagasta y antes de que pudiera decir “Hasta mañana”, mi espuerta, mirando a la alfombrilla del coche, dijo: “Que este y yo mañana no venimos”. Es que era sábado y teníamos que bajar a Ainoa Terraza, y además llevábamos ya dos días vendimiando. Sin parar por la tarde a echar el cigarro y hasta casi las ocho, eh. El amo dijo “Bueno”, por no decir “Vaya dos hijos de puta”.
Mi espuerta y yo, no lo sabíamos entonces, éramos la última generación de vendimiadores jóvenes nativos. Todavía quedaban algunos que se perdían tres semanas de instituto y se pagaban los libros con el dolor de sus riñones, pero la mayoría ya echábamos pocos días: sólo nos necesarios para comprar la PlayStation.
Para los pipiolos nacidos a principios de los 80 ir a la viña con el fastuoso siglo XXI a la vuelta de la esquina era como viajar a un país exótico a comer cucarachas y orugas, una especie de experimento antropológico para poner a prueba nuestros cuerpos cincelados con Danones y tardes de piscina, y para que cuando papa te cantara las cuarenta pudieras contestarle: “Eh, que he vendimiao”. Aunque fueran dos días.
Ahora nuestros pipiolos no vendimian ni para poder contarlo, ni echan un verano en el taller del tío ni en una terraza sirviendo horchatas. Se equivocan, aunque lleven la ‘L’ en el Mercedes. Esto no es cuestión de dinero, sino de educación.
Dos semanicas en la viña embridan más la rebeldía adolescente que un curso intensivo con ese del waterpolo que sale en ‘Hermano mayor’. Las pámpanas de las cepas en las que nos amagábamos iban sacudiendo algo de la soberbia y la estupidez adolescente que nos cubría, y aunque fuera por unos días valorábamos el privilegio de ser estudiantes, empatizábamos más con las cansinas historias de nuestros padres y abuelos, “Que con ocho años yo ya iba a vendimiar con amo, y no podía ni levantar la espuerta”, y, en fin, nos hacíamos un poco menos insoportables, más humildes, agradecidos y adultos.
Tan necesario como mandar al crío a Dublín a que haga oído con el inglés en la mejor escuela de verano es que sepa del frío de primera hora de la mañana por el rocío de las pámpanas y de los riñones ardiendo a las cuatro de la tarde por el sol de septiembre y el lomo doblado desde la hora del rocío. Lo decía San Agustín: “No es bueno sufrir pero sí haber sufrido”. Porque se valoran más las cosas, porque se nota hasta en el trato que se le da a un camarero y porque ahora que toca sufrir otra vez, algo de callo ya se tiene hecho.
