A que te suena este diálogo de besugos:
—Y ¿cómo te va?
—Puf, a tope, mucho trabajo: no paro.
—Eso es bueno.
—No me puedo quejar, la verdad.
Ese “¿cómo te va?” suele preguntar por la vida entera: salud, dinero y amor, aunque luego reducimos la vida entera a lo pecuniario, que en el fondo es por lo que pregunta también el que parece que pregunta por la vida entera, como si hubiera un pacto tácito entre los besugos para entender “cuánto” en vez de “cómo”. Que levante la mano el que haya preguntado alguna vez “cómo te va” y le hayan respondido “Soy feliz” o “Soy infeliz”.
El aire que respiramos dice que no te puedes quejar cuando estás hasta arriba de trabajo, aunque nueve de cada diez mortales, y a lo mejor me quedo corto, odie su trabajo (y el que no lo odia tampoco lo ama tanto como para dedicarle al menos cuarenta horas a la semana). Te va bien cuando tienes mucho trabajo, o eso tienes que decir, aunque te estés quedando sin pelo por el estrés, aunque cada lunes por la mañana sea como preparar una excursión a la sala de máquinas del infierno, aunque no tengas tiempo ni ganas de disfrutar del coche que tiene más válvulas que el de tu vecino, ni de tus muebles que no son de Ikea ni de los que viven contigo, que la mala hostia que uno acumula en el trabajo hay que descargarla en algún sitio.
Pero ahí están el cochazo, el pisazo, las vacacionzacas que luego todo el mundo verá en Facebook y el iPhone para recordarte que no te puedes quejar, estás hasta arriba de trabajo y haces dinero, vives bien porque no te falta de nada, cochazo, pisazo, al Gran Cañón del Colorado en agosto, cenas en Los Morunos cuando quieres, la cazadora de piel de unicornio y muchas fotos con gin-tonics que cuelgas en el Face desde tu iPhone.
La vida te sonríe aunque no lo parezca, aunque de nueve a seis tengas ganas de matar a alguien y de seis a las nueve del día siguiente no seas capaz ni de enfriarte, ya está aquí el viernes, piensas, si al final pasa rápido la semana, y no digamos el fin de semana, que ya es domingo por la noche y en un rato otra vez a la sala de máquinas del infierno, once meses al año, cinco días a la semana; pero ahí siguen el cochazo, el pisazo y el iPhone y ya queda menos para el Gran Cañón: de qué te vas a quejar. ¡Y tú deja de tocar los cojones, hostia, que estoy cansado, tía petarda!
Otra vez de nueve a seis con ganas de matar y el resto del día para intentar enfriar el hierro candente. Y entonces piensas: “Si no fuera por el coche y el piso ahora mismo mandaba esto a tomar por culo”, y te das cuenta, pero no quieres reconocerlo, que no hay mayor lujo que saber que si un día quieres puedes hacer así con el dedo y no volver mañana, aunque no vayas a hacerlo nunca, sólo saber que si un día quieres puedes, así con el dedo, así, que para comer tienes porque no tienes nada, y ya habrá otro infierno donde quemarse; toma, mira, así, a tomar por culo: eso es el lujo, y no las cosas de las que eres esclavo y que al final sólo te sirven para decir que te va bien.
