España ha vuelto a teñirse de luto. Seis jóvenes mineros -hijos, padres, maridos y hermanos- dejan atrás una vida entera de ilusiones y proyectos por un desgraciado accidente laboral del que, para no variar, nadie se hace responsable. Todos se pasan la patata caliente, como suele ocurrir en estos casos. Y al final, entre unos y otros… la casa sin barrer. Pero a la hora de la foto, eso sí, acuden en bandada para no faltar al día siguiente en los medios informativos dando ejemplo de solidaridad y apoyo a las familias de las víctimas. Hipocresía pura y dura.
Este es un país en el que se suele tapar el pozo cuando el niño ha caído dentro. Parece lo más normal del mundo adoptar medidas una vez que ha ocurrido la desgracia añadiendo la tan repetida coletilla “para que no vuelva a repetirse”. Pero lo verdaderamente triste es que, en la mayoría de los casos, alguien ha tenido que pagar con su vida para hacerles comprender que efectivamente algo estaba mal, que las quejas de algunos no eran tonterías sin fundamento y por desgracia se encontraban más que justificadas. ¿Por qué no se prevén las cosas antes de que sucedan? ¿Por qué se ignora cualquier advertencia hasta que finalmente ocurre lo que ya no tiene remedio? Es en ese momento cuando llegan las lamentaciones acompañadas de unas prisas bárbaras por evitar una hipotética próxima vez. Pero resulta que entonces ya es demasiado tarde.
Uno de los ejemplos más tristes y recientes lo encontramos hace un año en la tragedia del pabellón Madrid Arena. Sus cinco muertes sirvieron para empezar a tomar en serio, de una vez por todas, el peligro que supone exceder sin control el aforo de cualquier local. Hasta entonces, nadie adoptó medidas y se pasaron por alto muchas serias advertencias sobre el tema.
La historia volvió a repetirse el pasado verano en el accidente ferroviario de Santiago. 79 vidas fueron necesarias para hacerles entender con urgencia la obligación de implantar algo tan lógico como un sistema de manos libres en las comunicaciones con el maquinista, balizas ASFA en todos los tramos donde no exista una variación apreciable, métodos vía satélite, revisión del cuadro de velocidades, actualización del reglamento de circulación o redistribución de equipajes en vagones… entre otras muchas medidas básicas que, de haberlas tomado antes, podrían haber evitado la tan espantosa cifra de muertes en el trágico siniestro. Fomento plantea ahora llevar a cabo estas y otras muchas reformas que permitan mejorar la seguridad ferroviaria en España. Ahora, a toro pasado, para no variar. Y mientras algunos juegan tan tranquilos al “eres tú, no tú, pues tú más” el siniestro sigue sin señalar directamente a responsables de los de traje, maletín y despacho oficial. Al final, resulta que toda la culpa será del taquillero que despachó los billetes para aquel fatídico viaje sin retorno en el maldito Alvia Madrid-Ferrol, y también del recogevasos que trabajaba la noche de Halloween en las instalaciones alquiladas por el ayuntamiento de Madrid dentro de un cúmulo de errores e imprudencias. No me extrañaría, porque también suele pasar, también. Pero ese es otro tema.
El caso es que comprendo perfectamente la indignación que algunos sienten, en determinadas circunstancias, al toparse con el político de turno sacando cuello ante la prensa. Ana Botella era increpada estos días en la inauguración de la plaza dedicada en Barajas a Cristina Arce y Rocío Oña, dos de las fallecidas en la avalancha del Madrid Arena. Las amigas de las jóvenes homenajeadas lamentan que la alcaldesa acudiese únicamente a posar bajo la placa y se largase a toda velocidad en su coche oficial sin ofrecer la más mínima explicación. Los notables del Partido Popular que fueron a darse un baño de masas en la manifestación de la AVT por la anulación de la doctrina Parot, salieron escaldados de la Plaza de Colón entre abucheos y gritos de “traidores”. Al Presidente de la Junta de Castilla y León, la Presidenta de la Diputación, el Delegado del Gobierno, representantes sindicales y varios alcaldes de la comarca, se les impidió el acceso al funeral de los mineros fallecidos en Llombera de Gordón en medio de fuertes reproches por su falta de apoyo al sector. “Este accidente podría haberse evitado”, decía la familiar de un fallecido. “Vienen sólo a hacerse la foto”, gritaba entre llantos una madre desconsolada por la muerte de su hijo. Y así es, ni más ni menos. Esa es la frase que lo resume todo: Vienen sólo a hacerse la foto.
Ahí los tenemos siempre que ocurre una desgracia. Políticos y altos estamentos del Estado, en primea línea, sacando pecho paloma y posando ante las cámaras con cara compungida por las circunstancias, quizá sintiéndose culpables y con remordimientos de conciencia por no haber sido capaces de poner sobre la mesa los medios que estaban a su alcance… en el caso de aquellos a los que aún les quede un poco de dignidad y vergüenza, claro está.
Y es que a algunos les gusta más un objetivo que a un niño un caramelo. Eso sí, que sea de un medio grande para que llegue a cuantos más mejor, que aparezcan bien peinaditos y con su traje nuevo de Armani en el funeral de turno, junto a los hierros retorcidos de un sangriento accidente de tren o al lado de las ruinas provocadas por un terremoto para el que todavía, dos años después, se siguen esperando las ayudas prometidas.
Lo importante aquí es salir el primero en la foto y tener presencia en la prensa, que lo mejor y lo que da votos es dejarse ver. ¡Que se note que hay conexión con el pueblo y nos preocupamos por ellos, como Dios manda! ¡Claro que sí! Sólo será un momento. Medio minuto nada más y ya se pueden largar ustedes con las mismas prisas que tenían en la espantada del Congreso el puente de Todos los Santos. A ver, a ver… Por favor, señores. Júntense un poco. No se muevan. Pongan cara de circunstancia para la ocasión que nos ocupa y miren todos al pajarito. ¿Ya? ¿Preparados? ¡Venga! Pues a la de una… a la de dos… y a la deee… ¡tresssss! Pa-ta-taaaaa. ¡Click!
