Era de color caqui, porosa como una mousse y estaba partida por la mitad, un trozo montado sobre el otro, como si la hubieran emplatado: sana y generosa mierda de perro bien comido; de hecho, la culminación digestiva descansaba en todo el medio de una acera del barrio de Salamanca, Madrid. El barrio de Luis Bárcenas, para ahorrarnos descripciones socioeconómicas.
Pero no fueron ni el caqui ni la textura de mousse ni su gracioso emplatado de cocina de vanguardia lo que me llamaron la atención de la mierda de perro: fue su simple existencia en una calle del centro de Madrid, su aquí y ahora a tres dedos de los bajos de mis pantalones, un zuruto de perro en el cogollo de la civilización, tan bien organizada, los coches por el asfalto, obedientes a las señales luminosas rojas y verdes, los peatones por la acera en un ir y venir frenético y milagroso sin empujones ni roces, y en medio de tanto refinamiento y adelanto, en una de esas aceras donde clavan unos zapatos de tacón, la mierda de perro.
Hace años, pocos, las mierdas de perro en casco urbano no daban para artículos: el animal hacía de vientre donde consideraba su animalidad que debía hacerse, y una vez consumado el alivio ventral can y amo abandonaban la escena con idéntico pudor por haber ensuciado la calle.
Era lo normal y teníamos aceptado que la vida era así: avanzar siempre mirando al suelo para esquivar las mierdas de perro, hasta que algún romántico gritó aquello de “Otro mundo es posible” y hoy lo normal (dentro de su brutal anormalidad) es que el dueño del perro se enguante una mano con una bolsita de plástico para recoger el zuruto y depositarlo cívicamente en una papelera. Hace veinticinco años te contaban que en 2014 los coches iban a circular por el aire y te lo creías; te llegan a decir que un día verías a la hija del farmacéutico recoger a puñados la caca de su perro y te juegas el Citroën BX al no.
Vivíamos así, entre cacas de perro, y éramos felices; pero ya no querríamos vivir nunca más de esa forma. Tampoco afectaba a nuestra felicidad el debate sobre cuántas veces era conveniente ducharse a la semana, si una o dos: qué risa ahora y qué serio entonces.
Y sin tener que volver a los años de las cámaras con carrete, un 2 de enero de 2011, antes de ayer: prohibición total de fumar en cualquier espacio cerrado, ¡bares incluidos! Aquella fecha tenía más de fin del mundo que las que anuncian los mayas: la muerte por tristeza del país, el hundimiento de la economía, el fin de las libertades y de la democracia, im-po-si-ble vivir sin fumar en los bares. Lo imposible, solo tres años después, es volver a fumar en los bares ni en ningún sitio donde lo advierta el sentido común. Ya no hay ni debate.
Aun a riesgo de que la analogía resulte poco elegante, creía vivir en un reino en el que abortar en plazo y forma estaba tan interiorizado y aceptado como que no se pueden dejar las mierdas del perro en la acera ni se puede fumar en los bares. Lo impensable cuando comprábamos un carrete de treinta y seis para las vacaciones pero sin vuelta atrás hoy: las tres cosas, digo, además de lo del carrete.
Pero se me olvidaba que si en el reino de España los muertos siguen resucitando al tercer día, por qué un aborto en plazo y forma no iba a poder volver a ser poco menos que una misa negra a una embarazada de ocho meses.
Con este Gobierno tan apegado a las viejas costumbres lo mismo vuelve a sonreírnos la suerte, esa que nos llevábamos en la suela de la zapatilla antes de que nos la robaran en bolsitas de plástico negras.
