Ahora sí. Hoy nos toca presumir otra vez. A lo grande. Alcanzamos la plenitud, que tiene que ver con el espíritu y con la felicidad, que nos han procurado veintidós chavales en pantalón corto. Somos así de básicos. O de simples. Pero hemos disfrutado este fin de semana como hacía tiempo.
Empezamos el sábado. Fuimos a Albacete conscientes de la trascendencia de los puntos en juego y expectantes por ver si finalmente la afición iba a responder a una cita de las grandes, de las que se señalan en el almanaque. Cuando llegamos, pronto como siempre, ya vimos que algo estaba ocurriendo distinto a otras veces. Muchos coches aparcados bastante lejos del estadio. Y conforme fuimos acercándonos, un gentío alrededor de las taquillas. Al entrar al campo ya intuimos que iba a ser una tarde distinta; los fondos casi llenos, la gente sin parar de entrar. Cuando llegó la hora, el Carlos Belmonte estaba vestido con sus mejores galas. Más de catorce mil espectadores para presenciar un partido de Segunda B. El escenario estaba preparado, la expectación era máxima. Había que ver si los actores iban a estar a la altura. Y estuvieron.
El equipo de Luis César salió como debía, concentrado, aguerrido, dispuesto. Y el que tenía enfrente también. La Hoya Lorca C.F. es un buen equipo y está muy bien entrenado. Sus futbolistas, la mayoría ilustres desconocidos en la categoría, se mueven como piezas de ajedrez, ninguno da un paso en falso. Se lo tienen aprendido. Además, llevan tres o cuatro elementos que harían buen papel en una categoría superior. El tal Nico, por ejemplo, o Josán, o Pallarés…
Lo primero que tuvieron que hacer los chavales que iban de blanco fue desactivar la presión sincronizada que ordenó José Miguel Campos con desplazamientos largos de Miguel Núñez, de Noguerol o del propio Alberto, que es el portero, para los menos iniciados. Y luego a correr Moutinho, Samu y, sobre todos, César Díaz, que trajo de cabeza a una buena defensa en la que el caporal es un futbolista que pasó sin pena ni gloria por La Roda C.F., Prior, que tiene nombre y calva de monje benedictino, pero que es un auténtico cacique en el área que defiende y un verdadero peligro cuando visita la de enfrente.
Aquel hueso había que “roelo” y, seguramente acordándose de Nemesio Martín y su Pontevedra, los futbolistas quisieron homenajearle también junto a los que fueron compañeros y que recibieron un caluroso aplauso en los prolegómenos del partido. De manera que masticaron con paciencia y buen fútbol a un brócoli, duro como una piedra, hasta deglutirlo cuando quedaba poco tiempo para la reacción. Que el brazo ejecutor fuera un chaval de la cantera, Carlos, llenó más de júbilo, si cabe, a una afición enfervorecida. Se lo había merecido el Alba, se lo merecían catorce mil almas que habían acudido a la llamada, que estaban demostrando que esta categoría es solamente una anécdota dolorosa en la historia de los últimos veintitantos años.
Había que ganar y se ganó. La gente se marchó contenta, feliz, agitando las banderas, dispuestos a volver. Los futboleros somos así, nos dan uno y devolvemos diez. Digo, los que hemos tenido la suerte de no ser de un equipo grande. Eso es muy fácil y a nosotros nos va la marcha.
El domingo por la mañana, cita con revestimiento dramático en la ciudad deportiva del Sevilla F.C., inquilino nuevo en el banquillo y tres puntos en liza con trazas de vida o muerte, necesarios a partes iguales para locales y visitantes.
El primer tiempo, me lo salto. Directamente nos centramos en el segundo. Me gustó el equipo porque volvió por donde solía; a Espínola, a Jordi Pablo, a Nacho Del Moral, no se les ha olvidado jugar al fútbol y lo pusieron de manifiesto durante muchas fases del partido y, fundamentalmente, después de encajar el gol de Gonzalo, que iba con ellos y que les comió la tostada a los centrales rojillos. No se amilanaron, ni mucho menos, los que ahora entrena Sánchez de la Nieta y se aplicaron en procurar una reacción absolutamente necesaria. Había mucho dinero encima de la mesa.
Casi media hora tardó Del Moral en poner un poquito de sentido al dominio que estaban ejerciendo los visitantes. El centro de Jordi Pablo y el despiste general de los chavales sevillistas, permitieron a uno de los más bajitos llegar y empatar el partido. Ya lo habían merecido antes. Piojo, que es un buen pelotero, había avisado con su desborde y con sus disparos. Pero el tiempo transcurría y todos, ellos y nosotros, estaban pensando que, tal vez, el empate no era tan malo. En estas estábamos cuando corría el minuto noventa y dos. La contra, rápida, letal, llevó la pelota a los pies de quien más lo merecía. La tiene Piojo, caracolea, puede encarar, se para, arranca, se va del defensa, tira con la derecha… gooooooooooooool, gooooooooooool, goooooooooool!!! ¡Qué bien chaval, que bueno que viniste…! No hay tiempo para más. Ya está bien que alguna vez nos toque la suerte, la buena suerte, a nosotros. Nos hacía mucha falta.
