Sirva la última y dramática imagen de Excálibur con vida, en la pequeña terraza de su casa de Alcorcón (imposible no acordarse del angustiado Froilán asomado a la ventana del Palacio Real), para mostrar lo evidente: ni Alcorcón ni Madrid ni Barcelona, puede que ni La Roda, son sitios para tener un perro.
Los pisos con terraza se construyen pensando en los seres humanos, los seres humanos deciden acoger perros y los perros, hechos por la naturaleza para andar descalzos y a pelo, meando a poquito cada pocos metros para marcar territorio, procreando cuando el celo y enterrando comida para cuando falte, los perros no tienen más cojones que adaptarse a entrada, pasillo, salón, cocina, cuarto de baño, dos habitaciones, terracilla, y a mear de siete y media a ocho, con la fresca, y de nueve y media a diez, otra vez con la fresca, y al parqué, donde no se puede escarbar.
Y aunque al perro se le quiera como a un hijo, como a un hermano, como a un padre (Jesús, entre exclamaciones), al perro se le ha capado su naturaleza, su animalidad, su esencia, y el perro es una marioneta desnaturalizada, un monstruo, una destilación perversa del curso natural de la vida. Aunque lo queramos como a un hijo.
Excálibur en su terraza de Alcorcón, última imagen suya con vida, no sufría la angustia de Froilán en palacio el día de la coronación del tío, ni sabía que podía estar infectado con ébola ni que tenía las horas contadas: Excálibur era solo un pingüino en un ascensor acostumbrado a ser un pingüino en un ascensor.
Excálibur, que no ha tenido ni mérito ni culpa en todo esto, no merecía la atención ni la compasión que se le ha dedicado; los religiosos españoles fallecidos por ébola tuvieron toda la culpa y todo el mérito, y merecieron mucha más atención y mucha más compasión por parte de este país de mierda.
Será que los humanos que vivimos en pueblos y ciudades estamos empezando a ser pingüinos en ascensores y no nos terminamos de dar cuenta, como le pasaba al perro este.
